martes, 31 de marzo de 2015

Weird West: Esclavos de la Oscuridad Cap. 6

 
 
 
 
 
 
Capítulo VI
 
Marcus entró a la carrera en una cabaña desvencijada, que en poco o nada se diferenciaba del montón de casuchas de mala muerte de Villa Carnicero. Quizás su único signo distintivo es que no compartía parcela con ninguna otra construcción, algo muy poco habitual. En el interior cuatro hombres de raza negra muy altos portaban escopetas recortadas y unos afilados machetes colgaban de sus cintos. Ninguno de ellos hizo gesto alguno ni reaccionó ante la entrada de Marcus. Los ojos de aquellos individuos carecían de brillo y parecían ausentes.
El recién llegado rodó la única mesa del lugar y levantó una raída alfombra. Bajo ella se reveló una trampilla de piedra. Marcus tiró de la robusta anilla de hierro que la abría, levantando la pesada losa sin apenas esfuerzo. Con un ágil brinco se introdujo por el túnel al que daba acceso, y desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra.
Uno de los cuatro hombres que vigilaban el lugar comenzó a moverse. Sin que nadie se lo indicara cerró la trampilla, extendió nuevamente la alfombra y colocó la mesa encima, dejando la escena tal y como estaba minutos antes. Todo el proceso fue realizado con movimientos mecánicos, como una rutina repetida muchas veces.
A toda velocidad recorrió el laberinto de pasadizos que conducían a la guarida de su amo y señor. Marcus era uno de sus sirvientes más antiguos. Él era de los pocos que sabía su verdadero nombre, pues le había conocido en Nueva Orleans como Jacques Martel. Ya era un poderoso hechicero vudú antes de que Marie Laveau se fijara en él. Sus habilidades como bokor y su total carencia de escrúpulos le habían catapultado hacia arriba en la organización de la Reina del Vudú. Hasta tal punto se había ganado la confianza de Laveau, que cuando ésta decidió poner San Francisco bajo su influencia, encargó la empresa a Jacques. Para ello le había otorgado el regalo de la inmortalidad, haciéndolo renacer como vampiro.
Marcus había tenido la suerte de ser elegido por Jacques para ser parte de sus hombres de confianza, y también había recibido de él la vida eterna.
Entró atropelladamente en la cámara, que estaba barrocamente decorada con telas y paños de chillones colores por doquier. Su señor se encontraba en una amplia cama que presidía la estancia. Dos jóvenes negras compartían lecho con él. Una lamía el cuerpo del hombre con evidente apatía; la segunda tenía la mirada perdida en algún lugar del techo, drogada o quizás muerta, descendiendo por su cuello se veían sendos hilillos de sangre a medio coagular.
— ¡Monsieur Jacques, nos atacan! —advirtió Marcus.
Con gesto de disgusto le reprochó a su siervo:
— ¡Maldita sea! ¿Cuantas veces voy a tener que decirte que me llames Barón Samedí? No creo que sea tan difícil de recordar.
—Perdón Barón Samedí. Son los Jinetes Nocturnos, están atacando nuestro territorio.
Con un gesto displicente de su mano, el falso Barón Samedí quitó importancia al asunto.
—Lo sé. Fui yo quien les envió una carta para explicarles que estábamos aquí y que las muertes del Dixieland habían sido por mi voluntad.
La cara de Marcus era un poema, saltaba a la legua que no entendía nada. El autoproclamado Barón Samedí rió burlonamente al ver el estupor de su lacayo.
—No te preocupes, mi fiel Marcus. Es normal que no lo comprendas. Y eso es así porque yo decido que lo sea. Tú sólo debes saber lo que yo quiero que sepas. Ni más ni menos. Eras uno de mis sirvientes más despiertos y por eso te recompensé. Quizás me equivoqué al elegirte para la eternidad, porque veo que aún sigues anclado en tu corta visión de humano. No has evolucionado.
Marcus agachó la cabeza, avergonzado.
—Lo siento, monsieur. No pretendía contrariarle.
—Y no lo has hecho. ¿Qué importancia tiene si los Jinetes Nocturnos matan a unas cuantas decenas de esos pobres miserables que habitan sobre nosotros? Viven hacinados y con peores condiciones que las ratas. Les hacemos un favor al dejar que esos predecibles fanáticos acaben con sus trágicas existencias. Nos vendrá de perlas para los planes de nuestra señora en esta ciudad. ¿Sabes qué es lo malo de hacer zombies?
 
Fotograma de American Horror Hystory
 
—N...no —fue lo único que acertó a decir Marcus ante la inesperada pregunta.
—Que necesitas cadáveres frescos. Así que o te armas de paciencia y esperas a que la dama de la guadaña haga su trabajo, un proceso largo y tedioso como supondrás, o bien organizas una buena masacre para ganar tiempo. Esta segunda opción tiene el inconveniente de que las muertes suelen levantar las sospechas de los humanos. No quiero cometer los mismos errores que los Drácula y que nos acaben rastreando esos malditos cazadores. Por eso dejaremos que los iluminados del Reverendo Gloom nos hagan el trabajo sucio. Cada baja de esta noche formará mañana parte de nuestro ejército, y lo mejor de todo es que no tenemos que hacer absolutamente nada.
Marcus asintió, tragando saliva. Él estaba lejos de ser un santo, pero le costaba asimilar las malvadas implicaciones del plan. Le asustaba la absoluta despreocupación que su señor sentía por la vida de otros. No eran más que objetos para usar en su plan de conquista. Se preguntó si, llegado el momento, él también sería sacrificado. Pocas dudas le quedaron que así sería, si con ello Jacques Martell obtenía algún beneficio.
—Además —continuó explicando el Barón Samedí—, los habitantes de Villa Carnicero se lanzarán a mis brazos en busca de justicia y venganza. Saben que ya castigué una vez los crímenes de los racistas de la Orden y que puedo volver a hacerlo. Nuestros fieles se multiplicarán y no quedará un lugar en esta apestosa ciudad que escape al control de Madame Laveau. San Francisco caerá en mis manos como fruta madura. Ahora deja de preocuparte tanto por esos insectos y diviértete. ¿Quieres comer algo? —le preguntó burlón señalando a las dos jóvenes que yacían junto a él.
 
Shi Kwei tuvo que usar el cuerpo del caballo derribado como improvisado parapeto para refugiarse de la lluvia de balas que le cayó, por ser la más cercana a los enemigos. Los tiros llegaban de todas partes y le impidieron moverse del sitio. La muchacha trató de alejarse. Cuando lo intentó, un proyectil le rozó el brazo izquierdo, causándole una herida superficial que hizo brotar la sangre.
Jonathan McIntire disparó dos veces en rápida sucesión y derribó a uno de los enmascarados, que quedó en el suelo retorciéndose de dolor y agarrándose con fuerza el muslo que le habían agujereado.
Amos tiró de la palanca de su escopeta de repetición, sin dejar de caminar hacia los Jinetes Nocturnos por pleno centro de la calle En cuanto el nuevo cartucho estuvo listo para su uso, lanzó una nueva descarga contra el objetivo con el que había fallado en la anterior ocasión. Esta vez consiguió alojarle en el pecho la mayor parte de las postas, con tanta fuerza que lo hizo caer de su caballo. Estaba muerto antes de tocar tierra.
— ¡No les matéis! Son solo humanos —imploró Shi Kwei.
Amos no pareció escucharla, o no le importó mucho el consejo de su compañera, porque volvió a disparar su arma, aunque no consiguió acertar a ningún enemigo.
— ¿Se lo has dicho a ellos? Porque no parece que tengan las mismas preocupaciones que tú —preguntó Jonathan McIntire retóricamente a Shi.
El ímpetu de la carga de los Jinetes Nocturnos empezaba a perder impulso. Con un compañero muerto y tres con graves heridas o múltiples contusiones, los asaltantes decidieron frenar su avance y concentrarse en disparar contra sus enemigos. Una cosa había que reconocerles, no desfallecían. Cualquier otro se habría batido ya en retirada, pero ellos decidieron quedarse y luchar, a pesar de lo poco halagüeña que era su situación.
Jonathan McIntire sabía que la pequeña victoria podía ser efímera. Sus disparos se habían camuflado entre los que realizaban las otras partidas de Jinetes Nocturnos que aterrorizaban el vecindario. Mas el resto no tardarían en darse cuenta de que sus correligionarios estaban siendo atacados. Y cuando los cogieran entre dos fuegos, estarían muertos más rápido de lo que tarda un mexicano en beberse un tequila.
Dos encapuchados, los que habían encabezado la carga y habían sido derribados del caballo por la maniobra de Shi Kwei, intentaron volver a ponerse en pie. Aprovechando el momentáneo respiro que le daban sus atacantes, la joven china dejó su precario refugio y se echó encima del más cercano antes de que terminara de levantarse. Descargó un golpe de arriba hacia abajo con su brazo derecho, que acertó con la base de la palma de su mano en la sien del individuo. Quedó inconsciente y no volvió a dar ningún problema. El segundo de ellos ya había recuperado la verticalidad. Shi no se lo pensó un segundo, impulsándose con todas las fuerzas que pudo sacar de sus atléticas piernas, se fue a por él. El miembro de los Jinetes Nocturnos apuntó hacia ella. En el momento en que la muchacha oyó el sonido del percutor del revólver de su adversario, se lanzó hacia delante realizando un barrido con los pies. Pudo notar como el aire vibraba cuando el proyectil pasó muy cerca de su cara. El pistolero no podía creer que hubiese fallado el tiro y trató de disparar una segunda vez, pero antes de poder hacerlo cayó de bruces. Shi Kwei se puso en pie como un gato y propinó a su adversario un golpe en la base del cráneo que lo dejó fuera de combate.
 
 
McIntire hizo tronar su revólver dos veces más. Su segundo tiro hizo volar el arma de las manos de su oponente. Amos no se anduvo con tanto miramiento y, sin ninguna piedad, prácticamente reventó a uno de los heridos con un tiro a bocajarro.
El castigo era ya demasiado, incluso para la inquebrantable moral de los fanáticos Jinetes Nocturnos. Se dieron la vuelta y huyeron por donde habían venido. Amos disparó su último cartucho, antes de que salieran de su rango, La rociada de plomo alcanzó en parte a uno de los jinetes que escapaban, hiriéndolo, pero no tanto como para derribarlo.
Jonathan gritó a sus compañeros.
—Pongámonos a cubierto antes de que lleguen los demás. Ya hemos suficiente el loco esta noche. Tenemos el cupo cubierto por varios meses —dijo mirando a Amos.
Amos no respondió. Comenzó a recargar su escopeta de repetición y simplemente se dirigió al interior de la cabaña de los Dupont. Cuando estaba en la puerta preguntó a sus compañeros:
— ¿Necesitáis una invitación por escrito para entrar o qué?
—No estaba muy seguro de que quisieras mi compañía —respondió Jonathan.
—Aquí estaremos a salvo si llegan más de esos bastardos. En caso de que intenten entrar, se encontrarán con el infierno esperándolos —dijo mientras accionaba la palanca de su escopeta.
Shi Kwei se preguntó si estaban perdiendo a Amos. Aquél no era el hombre que ella conocía. Tanta rabia y sufrimiento lo estaban cambiando, Y no solo a él, Jonathan parecía también más huraño y desconfiado que nunca.
 
 

Continuará…
 

 

 

Escrito por Raúl Montesdeoca 

 

 

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lunes, 30 de marzo de 2015

Entrevista a Daniel Gutiérrez






 
Hoy toca hablar un rato con el escritor Daniel Gutiérrez, quien ha publicado recientemente Sobrecarga con Dlorean. Tiene una amplia trayectoria a sus espaldas, con participación en muchas antologías y varias novelas editadas en formato digital. Sepamos un poco más del autor.  

 

1) En primer lugar, háblanos de quien es Dani Gutiérrez

Hola, buenas. Pues básicamente alguien a quien le gusta escribir lo que le pasa por la cabeza.
 

2) ¿Qué escritores fueron los que te inspiraron para ser escritor?

Supongo que como a todo el que escribe terror, Stephen King, Lovecraft, Poe, Barker. Sin ellos no habría despertado esa sensación de querer escribir mis propias historias.

3)  Llevas mucho tiempo escribiendo, con varias novelas y antologías ¿Nos podrías hablar un poco de ellas?

Escribiendo llevo mucho, sí, publicando no tanto.
La primera obra que publiqué fue en Amazon: “La Profecía del Templario”. Lo hice como prueba, a ver como funcionaba, y la respuesta fue asombrosa. Se vendieron miles de ejemplares en pocos meses, y me llegaron reseñas y criticas de todas partes. A partir de aquello me animé con alguna antología de relatos de terror, y con dos novelas más, “Isla Muerta”, una historia de zombis en la isla de Tenerife, y “La Segunda Vida de Danny Kokran”, la más reciente.

Actualmente se acaban de publicar otras dos obras. “Pesadillas de Sangre” con Dissident Tales editorial, y “Sobrecarga” con Dlorean Ediciones.
 

4) ¿Cuál es el género en el que te mueves mejor?

He escrito de todo, pero donde más cómodo estoy es en el terror. Siempre intento meter detalles escabrosos o truculentos. Me gusta la sangre y provocar sensaciones desagradables.
 
 

5) Sobrecarga será tu primera novela en Dlorean, explícanos lo que puedas sobre ella.

Sobrecarga trata sobre un mundo que queda totalmente parado. Personas, animales y cosas quedan estáticas en todos los lugares del planeta a la misma hora.
Solo unas cuantas personas resisten al parón, y desde ese momento tendrán que averiguar qué ha pasado y como arreglar la situación.
 
 

6) ¿Te llevó mucho escribirla e idear la trama?
No, la verdad es que era una idea que tenía desde hace muchos años. Los primeros esquemas y capítulos llevaban escritos más de diez años. Un día me propuse pasar a limpio todas las ideas y terminar la novela.
 
 

7) Háblanos de tus proyectos actuales y futuros en el mundo literario
Estoy preparando un par de antologías que llevan ya mucho tiempo en proceso. Espero terminarlas durante estos próximos meses y poder dedicarme a un proyecto al que tengo muchas ganas. Algo que si sale bien será una nueva colaboración con CalaveraDiablo.


 



martes, 24 de marzo de 2015

Weird West: Esclavos de la Oscuridad Cap. 5







Capítulo V

 

Jonathan y Shi Kwei caminaban por las siempre transitadas calles de “Villa Carnicero”; ese era el sobrenombre con el que los lugareños llamaban a aquel inhóspito rincón de San Francisco. El topónimo venía de varias décadas atrás, cuando se instaló en la zona el primer matadero público. Ahora existían dieciocho funcionando a plena capacidad en el barrio, además de corrales para guardar las reses, curtidurías, tratantes de ganado y toda la industria que acarreaba el negocio cárnico. El olor a animal, a heces y a muerte bordeaba lo insoportable. Alrededor de los dos caminos que llevaban a los mataderos se concentraban un buen número de casuchas, hechas en su mayoría con madera de ínfima calidad. El desagradable hedor de la zona y las insalubres condiciones hacían que solo los más pobres y desesperados acabasen en Villa Carnicero.

No era de extrañar que fuese allí donde se encontraba concentrada la mayor parte de la población negra de la ciudad. No había escuelas, ni alcantarillado, ni tan siquiera abasto de agua potable. Jonathan tenía que reconocer para su vergüenza que jamás había visitado el vecindario. Aunque en teoría los ciudadanos de raza negra tenían muchos derechos reconocidos, la realidad demostraba estar muy lejos de lo que decían las leyes.

A pesar de la miseria reinante y de lo tardío de la hora, el ambiente era bullicioso y alegre. A Jonathan le sorprendió el buen ánimo y las sonrisas que veía por las calles. Probablemente había tanto trasiego de gente porque estaban tan hacinados que debían dormir por turnos.

Buscaban la casa de Marguerite Dupont, suponían que allí era donde debía encontrarse su compañero Amos. Gracias a las amables indicaciones de los vecinos no fue difícil hallarla. Los Dupont eran tristemente célebres por lo que le había pasado a la pequeña Rosalie, la prima de Marguerite. Llegaron a una choza insalubre que se mantenía en pie más por costumbre que por otra cosa. Un joven negro permanecía ocioso apoyado en la destartalada valla que delimitaba la propiedad. No había espacio entre las casas, simplemente se apiñaban las unas al lado de las otras. Se aprovechaba cualquier pared construida para adosar nuevas viviendas y habitaciones, abaratando también los costes.

—Preguntamos por Amos Cesay. ¿Se encuentra aquí? —preguntó Jonathan al joven que haraganeaba en la entrada.

Sin hacer visos de querer responder a la pregunta, el muchacho se dio la vuelta y a pleno grito avisó al interior de la casa.

—¡Amos! Tu amigo el blanquito ha venido a verte.

Jonathan lanzó una mirada de pocos amigos al impertinente mozalbete. Se merecía un buen cachete, pero lo dejó pasar. Tenía cosas más importantes de las que ocuparse.

Amos apareció por el quicio de la puerta y recorrió el corto trecho hasta la valla para dar un frío saludo a sus compañeros.

—¿Qué sucede? —preguntó al verlos allí.

—Te necesitamos. Zardi tenía razón, algo horrible está sucediendo. Como no regresabas a casa, decidimos venir a buscarte.

            —Ya no estoy muy seguro de que esa sea mi casa —dijo con gesto serio.

            Jonathan miró extrañado a su compañero; no entendía el porqué de su hostilidad.

            —Vale, sea lo que sea lo que te pase, ya lo arreglaremos. Ahora nos hace falta tu ayuda. Alguien ha incendiado un bar en el que solían reunirse reconocidos miembros de la Suprema Orden Caucásica y debemos…

            Amos no le dejó terminar la explicación.

            —Es por eso que creo que tu casa ya no es la mía. ¿No te oyes hablar? Cuando te dije que a la pobre Rosalie la había violado en grupo esos malnacidos de la Orden, y que la habían golpeado hasta casi matarla, me dijiste que no me metiera en líos. No lo consideraste importante. ¿Y en serio ahora pretendes que salte a tus órdenes para ayudar a esos hijos de puta?

            Shi Kwei estaba sorprendida; nunca había visto a Amos de un humor tan siniestro. Jonathan bufó porque empezaba a perder la paciencia.

            —¿Entonces crees que la solución es quemarlos vivos? —preguntó McIntire, molesto con la hiriente actitud de su compañero, la cual no terminaba de comprender.

            —Yo no creo nada. Lo mejor que puedo hacer a partir de ahora es preocuparme por mi gente, como hace Shi Kwei con los chinos.

            La joven china negó con la cabeza.

            —No lo has entendido. Yo no protejo a los chinos. Es posible que por afinidad acudan más a mí, pero mi misión es luchar contra los enemigos de toda la humanidad. Y cuando estamos divididos, ellos ganan —explicó Shi Kwei.

            —Pues yo creo que esos bastardos esclavistas se tenían bien merecida la muerte que recibieron —dijo el joven, que seguía junto a la valla, metiéndose en la conversación.

            —Tendrías que haberte marchado hace rato, mocoso. Puede que Amos se esté comportando como un imbécil, pero él se ha ganado el derecho a hablarme como le venga en gana. En cambio, a ti no te conozco de nada. Si no te he hecho tragar aún un par de dientes de un mamporro es porque soy una persona muy educada —le advirtió al insolente muchacho.
 

            El joven de piel morena se amilanó y no dijo nada al ver la furia en los ojos de McIntire, pero éste no se detuvo y siguió atosigándolo.

            —¿Dónde has estado esta noche, jovencito? ¿Estuviste cerca del Dixieland?

            —¡Ya basta! —protestó Amos—. Pete ha estado aquí conmigo todo el rato. A menos que creas que yo también miento y que estoy implicado en lo del incendio.

            —No lo sé. Ya nada parece ser lo que era. ¿Lo estás?

            Amos perdió los nervios y alzó su puño para estrellarlo contra la cara de McIntire.

El golpe cogió a Jonathan por sorpresa y le partió la comisura del labio. Sin terminar de creérselo, se tocó donde había sido golpeado y vio los dedos manchados de sangre. Ciego por la ira, se dispuso a devolver el puñetazo, pero Shi Kwei gritó:

            —¿Qué estáis haciendo? ¿Os habéis vuelto locos?

Tanto Jonathan como Amos se quedaron congelados; era la primera vez que la veían gritar de aquella forma. Siempre era tan formal y callada que les resultó extrañamente chocante.

Pero las respuestas a las preguntas de Shi, si es que esperaba alguna, iban a tener que posponerse.

Unos agudos gritos rasgaron la tranquila noche. Ponían los pelos de punta al más pintado, pero para Amos y la gente de su raza era algo mucho peor. Era el terror hecho sonido. Muchos ya lo habían escuchado con anterioridad, era el grito de guerra rebelde. La estridente cacofonía de chillidos y alaridos parecía meterse dentro de la propia alma.

Antes de que se oyera el ruido de los cascos al galope y antes de que se distinguieran las primeras antorchas, Amos ya había entrado en la casa. Instantes después estaba de vuelta con una escopeta Winchester 1887 de cinco cartuchos en la mano, un arma de cuya posesión pocos podían presumir. Se había jurado a sí mismo que jamás volvería a ser esclavo de nada ni de nadie, ni siquiera del miedo. Las marcas de latigazos que veía cada día en el espejo le recordaban que, pasara lo que pasara, tenía que vivir o morir como un hombre libre. Atravesó el endeble portón de la verja y se fue al centro de la calle, esperando.

 
Imagen del cómic Blaze of Glory(Marvel cómics)

Entonces llegaron los Jinetes Nocturnos. Fue como si el infierno hubiese vomitado sus pesadillas sobre la tierra. La luz de las antorchas que portaban les confería un aire irreal, las capuchas blancas que les cubrían los rostros acrecentaban la sensación. Se acercaban como una estampida de búfalos, arrasando con todo y todos a su paso. Un pequeño de unos ocho años de edad, que trataba de huir, fue engullido bajo los cascos de los caballos, y no fue el único. En el caos que se originó, varios más corrieron la misma suerte. El suelo parecía temblar bajo la fantasmal carga de caballería. Los vecinos corrían por sus vidas, intentando buscar un refugio ante el horror que se había desatado. Era alrededor de una veintena, por los puntos de luz que se veían. Una vez llegados al cruce de caminos de los mataderos se dividieron en dos grupos, rodeando el barrio para que no escapase nadie.

Un puñado de ellos enfiló calle abajo hacia donde se encontraba Amos, Jonathan y Shi. A mitad de trayecto detuvieron las monturas y arrojaron las antorchas sobre los techos de varias humildes casas. De una de las casuchas salió un hombre de mediana edad, portando un cubo en las manos. Su intento de atajar las llamas le costó bien caro; uno de los jinetes nocturnos le descerrajó un tiro en pleno estómago. Quedó tendido en el suelo, observando con los ojos muy abiertos cómo se le escapaba la vida poco a poco, mientras las llamas comenzaban a devorar su hogar.

—¡No! ¡Nunca más!

El grito pertenecía a Amos, que observaba la escena en la distancia. Con paso firme comenzó a acercarse a los jinetes. Apuntó la escopeta contra uno de los asaltantes enmascarados y disparó. La lluvia de postas pasó a escasas pulgadas de la cabeza del más cercano de ellos. El disparo atrajo la atención del resto de la infame cuadrilla, que al ver que un negro los amenazaba, desenfundó sus armas y se lanzó de nuevo al galope.

Jonathan se dio cuenta de la desventajosa situación de Amos. Su compañero se había dejado llevar por la rabia, sin pensar en su propia seguridad. Buscó con la mirada a Shi Kwei, pero la joven ya había desaparecido. Por suerte para Amos, la calle no era muy ancha y solo cabían dos caballos a la vez. Los Jinetes Nocturnos más adelantados apuntaron los revólveres contra él.

Antes de que el primero pudiera apretar el gatillo, un borrón azulado le cayó encima desde el tejado de una cercana chabola. Era Shi Kwei. El encontronazo fue terrible para el jinete; la joven china aprovechó la inercia que le daba la caída y golpeó con el pie derecho como si fuera un látigo, impactando en el pecho del adversario. Shi rodó con el impacto, evitando lo peor del choque frontal; pero el jinete no tenía, ni de lejos, la agilidad de la china. El golpe fue tal que lo envió al suelo, arrastrando con él a la montura. Caballo y jinete rodaron, dando varias volteretas en su caída. El que venía inmediatamente detrás de él no tuvo tiempo a detenerse; el caballo tropezó con el del compañero caído y salió catapultado hacia delante, volando varios metros por los aires. La mayoría de los encapuchados tiraron fuertemente hacia atrás de las riendas de sus monturas, para evitar sufrir el mismo destino que su impulsivo compañero. Uno de ellos, el que iba más rezagado, continuó la carga. Trataba de aprovechar el hueco dejado por los compinches derribados y tener una línea de tiro clara contra Amos. Jonathan se dio cuenta de sus intenciones y con la velocidad del relámpago desenfundó. Desenfundar y disparar fue un único movimiento; la bala atravesó el hombro derecho del Jinete Nocturno, deteniendo en seco su carrera. Su puntería era magnífica; acertar a aquella distancia a un objetivo en movimiento y con la pobre luz que había era un logro al alcance de muy pocos.

Llegaban sonidos de disparos de otros lugares de Villa Carnicero. En las calles laterales y por todo el barrio probablemente se estaban repitiendo escenas similares. O mucho peores incluso, porque no habría nadie para defender a los residentes.

 

 

Continuará…

 

 

 

Escrito por Raúl Montesdeoca 

 

 

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lunes, 23 de marzo de 2015

Presentamos a... Raúl Baixauli




Presentamos a uno de los nuevos autores que se une a la editorial este año, donde veremos su novela de espada y brujería "Wolfrath: El ojo de los Mundos" dentro de la colección Ciudadela. Se trata del escritor Raúl Baixauli.



 
Nace en Valencia en 1983 y compagina durante la infancia sus estudios de música con su afición por la literatura, los cómics y los videojuegos. Actualmente vive en Málaga, ciudad en la que se gana la vida como músico profesional y desde la que ha dado el salto al mundo de la literatura como autor.
 

Su afición al género de la espada y brujería y su admiración por la obra de Robert E. Howard le llevan a escribir su primera novela, titulada "Wolfrath: el ojo de los mundos" y publicada por Dlorean. Anteriormente participó junto a otros autores de Málaga en la antología "Territorio Líquido, relatos de la incertidumbre", publicada por Atónitos. Este libro, en el que se incluyen cuatro historias suyas, se convirtió rápidamente en un éxito de ventas.

 
Actualmente prepara un nuevo libro de relatos mientras sigue creando nuevas historias para Wolfrath, su aventurero bárbaro.

martes, 17 de marzo de 2015

Weird West: Esclavos de la Oscuridad Cap. 4






Capítulo IV

 

 

Shi Kwei contemplaba plácidamente el bello jardín. Aquel lugar siempre conseguía transmitirle paz, por eso gustaba de pasar tiempo allí cuando disponía de él. Le traía gratos recuerdos de su niñez en la ahora lejana China. Era una hermosa isla secreta en un océano gris; solo posible gracias a la fortuna de Mr. Wong, que lo usaba como un símbolo de poder, para intimidar a rivales o impresionar a los clientes. Hoy no estaba allí por placer, había sido llamada.

De un destartalado edificio de madera situado en el límite oeste de la propiedad salió un hombre. Metidos dentro de la faja, que mostraba su pertenencia a una de las triadas tong, podían verse un cuchillo largo y un revólver. No había razón para ser discreto, estaban en el corazón del barrio chino. Era el territorio de Mr. Wong, su fortaleza. Ni siquiera los agentes de la ley osaban poner un pie en aquel lugar si no habían sido invitados previamente. Chinatown era una ciudad dentro de la ciudad, con normas y culturas diferentes.

—Mr. Wong quiere verte —se limitó a decir el sicario.

Asintió y dejó que el hombre la guiara, aunque conocía de sobras el camino. Casi había dejado su vida en el sitio.

Llegaron hasta el pequeño despacho en el que Mr. Wong trataba sus asuntos. Era un hombre de contrastes; su lugar de trabajo no podía parecer más viejo y destartalado, pero sus vestimentas gritaban que era un hombre muy rico. Siempre de la seda más cara, plagada de lujosos bordados y eternamente verde, el color de su sociedad secreta.

—Déjanos solos —ordenó a su subalterno.

Mr. Wong no era un hombre muy alto, ni especialmente fornido. Pero tenía un aire de autoridad indudable. Su palabra era ley en Chinatown. No siempre era un hombre justo, pero era la única justicia que los chinos podían esperar en estas tierras, siendo ciudadanos de segunda clase como eran. Por eso todos respetaban a Mr. Wong, incluso Shi Kwei, que hizo una reverencia al entrar en su despacho.

—Bienvenida a mi casa, Shi Kwei. Es siempre un honor recibir tal insignes visitas.

El jefe de los tong no solía ser tan amable, pero la deuda de gratitud que tenía con la joven muchacha era grande. De no haber sido por ella, lo más probable era que a estas alturas deambulara por el mundo como un muerto viviente.

Shi Kwei hizo caso omiso a los halagos, permaneciendo en respetuoso silencio. Hacía lo que hacía porque era su obligación, porque era para lo que había sido entrenada desde que tenía uso de razón.

—Te he pedido que vinieras por dos motivos. El primero de ellos es notificarte que los restos de Shaitan han sido repartidos entre las sociedades tong de los cuatro confines del país, tal y como nos pediste que hiciéramos.

—¿Todos los mensajeros han confirmado la entrega? —preguntó inquieta Shi Kwei.



—Todos ellos. No ha habido el más mínimo problema —la tranquilizó.

—¿Y cuál es el segundo motivo? —volvió a preguntar la joven.

—También tiene que ver con algo que nos pediste. Llegó hasta nuestros oídos que buscabas información sobre sucesos extraños. Hice correr la noticia entre nuestra gente y hay algo que quizás podría interesarte. Un lavandero contó a uno de mis hombres que, hace poco menos de una hora, un hombre incendió un local en el centro, dejando atrapadas a varias personas en el interior.
 

—Es una noticia terrible, pero no sé si es exactamente lo que estaba buscando —dijo Shi Kwei.

—Lo realmente extraño vino después —aclaró Mr. Wong—. Cuatro policías encontraron al hombre que lo hizo, que ni siquiera se molestó en huir. Al parecer opuso resistencia. El lavandero jura y perjura que los policías tuvieron que usar diez balas para acabar con él. Puede que el número exacto de balas sea algo exagerado; pero tal y como me lo contó, estoy seguro que no miente.

Shi Kwei quedó pensativa por unos instantes.

—¿A dónde han llevado el cadáver?

—Supongo que a la morgue. Si quieres ir a echar un vistazo, uno de mis hombres puede llevarte hasta allí o indicarte cómo llegar.

—Será suficiente con lo segundo. Muchas gracias, Mr. Wong —dijo la muchacha, levantándose ya para irse.

—Como verás, me gusta hacerte favores. Quizás algún día debas devolverlos.

La joven se giró antes de marcharse.

—Si esos favores tienen que ver con mi misión, estaré más que encantada de ayudarle. Si no es así, la mía es una tarea sagrada. No hago favores —explicó.

Mr. Wong observó como la muchacha se iba. No había soberbia en sus palabras, simplemente se había limitado a exponer un hecho. El jefe tong no estaba acostumbrado a que la gente no se plegara a sus deseos. Le molestaba particularmente el caso de Shi Kwei, por ser mujer y por ser tan joven. Pero también sabía que era un recurso demasiado valioso como para desperdiciarla por una pataleta de ego.

 

 

 

Shi Kwei entró sigilosamente en la cámara de conservación. No le quedaba otra opción. Seguía siendo una inmigrante ilegal, ya había tenido sus más y sus menos con la policía a su llegada al país. No podía simplemente presentarse allí y pedir que le dejaran ver el cadáver. Pero eso no supuso ningún problema. La vigilancia era cuanto menos deficiente. En el fondo, quién iba a querer robar un cadáver, debieron de haber pensado. No es que se quejara, eso le había facilitado mucho las cosas.

En la estancia había tres cuerpos, cubiertos por sábanas blancas y tumbados sobre camillas metálicas. No era extraño para una ciudad como San Francisco tal número en una noche. Por lo que había oído a los guardias durante su incursión, llegarían muchos más en cuanto se consiguiera apagar el incendio. Tuvo suerte y, al primer intento de levantar el sudario que cubría los cuerpos, halló al que buscaba. Tenía que ser aquel a la fuerza: presentaba innumerables agujeros de bala por toda su anatomía. La cabeza era un espectáculo realmente desagradable de contemplar, estaba deformada por la fuerza de los dos proyectiles, que la habían atravesado de parte a parte. Shi Kwei tocó la fría piel. Demasiado frío para llevar muerto solo una hora, fue su primer pensamiento.

De pronto la retiró como si huyera de la mordedura de una serpiente, aunque el cadáver seguía igual de inmóvil.

Aquel cuerpo no tenía alma. Contrariamente a lo que creían los occidentales, el alma no deja el cuerpo de manera inmediata tras la muerte. Se aferra a él y tarda entre dos o tres días, hasta que parte a su nuevo destino. La única explicación posible era que algo o alguien se la había robado a aquel pobre desgraciado. La temida palabra vino sola a su mente: jiangshi. Los muertos vivientes.

La receta no era exactamente la misma que conocía de los cadáveres vueltos a la vida con los que se había encontrado en China, pero el resultado era muy similar. La extrema palidez del cuerpo era también otro signo inequívoco de que, tal y como les había advertido Zardi, un nuevo mal acechaba en la ciudad. Debía volver urgentemente a casa de Jonathan y contarle lo que acababa de averiguar.

 

 

 

William Helems se apresuró; llegaba tarde. Ya estaba en la cama cuando Jimmy le había levantado, aporreando su puerta. A toda prisa le había dicho que esta noche iban a salir y se había marchado como alma que lleva el diablo. Esa era la seña que indicaba que los Jinetes Nocturnos cabalgarían esta noche. Debía de tratarse de algo gordo o no le habrían sacado del catre a estas horas.

Cuando llegó al establo de Buchting, donde siempre se reunían, vio que era de los últimos en llegar. El lugar era bastante amplio y estaba en un lugar retirado y discreto. Por esa razón había sido elegido como cuartel general de los Jinetes Nocturnos, la guardia pretoriana de la Suprema Orden Caucásica. Se habían congregado unos cuantos aquella noche porque apenas había espacio para moverse. Sobre unos fardos de paja, que servían como improvisado púlpito, pudo ver el reverendo Gloom. Él era la inspiración de los Jinetes Nocturnos, los elegidos de Dios. Una leyenda viva entre el movimiento nacionalista blanco por todo el país. Él era también el pastor que guiaba aquel rebaño de leones. Su mera presencia allí, indicaba que algo grande iba a suceder. El reverendo no solía acudir a las salidas de los jinetes, él era un hombre santo y estaba dedicado por entero a su labor de predicador. Para la lucha ya estaban ellos, los paladines de Dios.

No era precisamente un hombre simpático ni lo parecía; era bastante delgado, con un aspecto casi cadavérico. De rostro alargado y aspecto hosco, mostraba una amplia calva, de cuya parte trasera nacía un pelo completamente cano, que llevaba largo hasta el cuello. Los ojos brillaban con el resplandor divino de aquel que ha visto la Verdad y tiene contacto directo con Dios, nuestro Señor. Eso es lo que creía William de todo corazón, como todos los que se habían congregado a la llamada del hombre santo.

—¡El demonio anida entre nosotros! —gritó el reverendo Gloom, agitando un papel que sujetaba en la mano.

 Las palabras del sacerdote hicieron que los congregados guardaran un silencio sepulcral. Todos y cada uno de ellos oían extasiados las palabras de su profeta.

—¡Aquí tengo la prueba! —Mostró a todos los presentes lo que parecía ser una carta.

Cuando captó la atención de los presentes por completo, volvió a bramar.

—El incendio en el que han muerto nuestros camaradas esta noche no ha sido un accidente. No tenemos pruebas materiales porque es obra del demonio, y Satanás es sutil en sus actos. Pero uno de sus enviados, que se hace llamar Barón Samedí, ha hecho que me llegara esta carta. En ella afirma que él es el nuevo dueño de esta ciudad, y que gente como nosotros sobra. Se ha erigido como caudillo de los negros y ha osado cuestionar nuestro divino derecho a la supremacía. ¿Vamos a permitir que un negro blasfeme de esa manera contra la Palabra de Dios? ¿Permanecerán mis hermanos quietos ante tamaña desobediencia a la ley divina? —preguntaba a sus feligreses, a puro grito y casi al borde del éxtasis.

La sensación era casi palpable y la transmitía a su rebaño. Ése era el don que Dios le había otorgado. El don de la palabra, para mostrar a los hombres el camino verdadero y recto.

—¡No! —gritaron como fieras enfurecidas varias decenas de voces—¡No lo permitiremos!

—Pues entonces, que mis hermanos se cubran con el manto de los justos. Es la hora de cumplir la voluntad de Dios. ¡Los Jinetes Nocturnos cabalgan de nuevo! —animó el reverendo a una audiencia embriagada con su voz.

William Helems imitó a todos sus compañeros. Sacó del chaleco un amplio paño blanco que llevaba oculto. Se quitó el sombrero y se cubrió la cabeza con el trozo de tela. Lo ajustó hasta que los dos únicos y pequeños huecos que tenía la pieza estuvieron justo delante de los ojos. Entonces volvió a calarse bien el sombrero, para asegurarla. Miró al resto de los jinetes nocturnos y realmente eran una visión temible. Tenían el aspecto de espíritus vengadores, porque eso es lo que eran en verdad, se dijo William a sí mismo.

Antes de montar en su caballo se aseguró de que los dos revólveres y el rifle estuvieran listos y bien cargados, además de comprobar que llevaba suficiente munición de repuesto. La noche prometía que iba a ser épica y quería estar preparado. Luchaban contra un demonio.


Continuará…


 

Escrito por Raúl Montesdeoca 
 
*La imagen es un Fotograma de Kung-fu y los 7 Vampiros de Oro

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