martes, 14 de abril de 2015

Weird West: Esclavos de la Oscuridad Cap. 8





Capítulo VIII

 

A pesar de los intensos pinchazos de dolor en su espalda, William Helems se obligó a cabalgar los últimos metros que quedaban hasta llegar al establo de Buchting. Debía llevar unas cuantas postas incrustadas en su cuerpo. Aquel maldito negro había estado a punto de enviarlo a criar malvas. Cuando finalmente atravesó el gran portón, que permanecía abierto, prácticamente se dejó caer de su montura. Tras él llegaron varios Jinetes Nocturnos más, todos heridos o magullados. El Reverendo Gloom se acercó hasta donde se encontraba William.

— ¿Qué es lo que ha sucedido, hermano? —preguntó con el semblante imperturbable.

—Encontramos más resistencia de la esperada. Hay varias bajas y numerosos heridos entre nuestras filas —respondió William dolorido.

— ¿Quiénes fueron? ¿Quién se atreve a oponerse a la todopoderosa voluntad de Dios? —su tono era seco y cortante incluso para lo que solía ser el reverendo.

—Eran un negro y una china a los que no conozco. Pero había un pistolero al que sí reconocí. Se llama Jonathan McIntire, trabajaba para el Primer Banco de San Francisco. Se encargaba de escoltar los coches blindados. Es un tipo duro.

—Agentes de Satanás sin duda. Hemos menospreciado el poder del maligno. Puede que por el momento no dispongamos de guerreros para acabar con todos los enemigos de nuestra sagrada misión, pero los caminos del Señor son inescrutables. Aún tenemos algún as en la manga para neutralizar a los peones del diablo —dijo el Reverendo Gloom.

— ¿Cuáles son ahora las órdenes para los jinetes, reverendo?

—La organización ha quedado muy tocada tras el incendio y este fiasco. Toca lamernos las heridas y recuperarnos. Yo he de dejar San Francisco, porque el trabajo de propagar la Sagrada Palabra de Dios no tiene descanso. Pero tranquilo, volveréis a ser llamados para luchar muy pronto. La guerra contra el mal nunca descansa —dijo misterioso el Reverendo Gloom.

William Helems asintió, mirando casi embobado al hombre que consideraba un profeta.

 

El Barón Samedí estaba de un humor de perros. Había sentido la muerte de la joven Rosalie, la más reciente de sus elegidas. La chiquilla prometía mucho, su carita angelical habría atraído a muchos seguidores para su causa.
 
Imagen obra de Matt Barnes
 

Ya le había sido de suma utilidad cuando Germaine Dupont se presentó cargándola en sus brazos, convertida en poco menos que un despojo humano. Enseguida supo ver la oportunidad que se le presentaba. Usando su “magia” consiguió devolverle el uso de sus piernas y “sanarla”. Muchos habían visto el alcance de su poder, y otros muchos más lo sabrían. Su leyenda comenzaba a extenderse y muy pronto sería imparable.

Pero la muerte de Rosalie era un contratiempo preocupante. Las implicaciones que ese hecho podía tener le creaban demasiados interrogantes. Necesitaba conocer las respuestas. Continuamente miraba a la puerta de sus aposentos, a la espera de que Marcus llegara con alguna noticia. Había pedido que le dejaran solo, no quería tener compañía en aquellos momentos. Miles de pensamientos bullían en su mente. No podía permitirse ningún cabo suelto, ninguna incertidumbre. No cuando estaba tan cerca de su triunfo. El fracaso no era una opción. Estaba seguro de que el favor de Marie Laveau desaparecería si no conseguía el objetivo que le había impuesto. Otra de las cosas de las que estaba seguro era que nadie en su posición sobrevivía mucho tiempo si no tenía el apoyo de la Reina del Vudú. Motivo más que suficiente para justificar su siniestro humor.

De un tirón arrancó una de las pequeñas bolsas de piel que colgaban de su collar de huesos y la arrojó lejos de sí, con rabia y frustración. Ya no tenía utilidad alguna más que recordarle la desaparición de su más joven iniciada.

Marcus apareció al fin. Entró en la cámara a toda prisa.

—Han sido los cazadores. McIntire y sus socios —dijo nada más entrar.

El Barón Samedí golpeó furioso la gruesa mesa de madera que tenía a su lado. Una lluvia de pequeñas astillas surgió del mueble cuando fue partido en dos. Su mayor preocupación se hacía realidad. Debía ser muy precavido si no quería acabar como los Drácula, y no menospreciar a McIntire y sus socios.

Marcus retrocedió unos pasos, asustado ante la demostración de furia desatada que acababa de ver.

—Aún es demasiado pronto. Necesito todavía algo más de tiempo. Tenemos que mantenernos ocultos al menos veinticuatro horas más. En cuanto haya reclutado a mi ejército, no habrá nadie que se interponga entre esta ciudad y yo. Presiento que la cosecha de esta noche será excelente —dijo más para convencerse a sí mismo que por explicarlo a Marcus.

El caso es que su humor pareció mejorar.

—Asegúrate de que estén vigilados en todo momento e informarme de cada uno de sus movimientos. Sed discretos y que no os vean. Pero sobre todo asegúrate de que se mantengan alejados de nuestra pista —ordenó el Barón a Marcus.

 

La puerta principal de la casa de Jonathan McIntire se abrió. El primero en entrar fue Germaine Dupont, que lo hizo a empujones de Amos. El mismo Jonathan y Shi Kwei completaban el número de presentes. El anfitrión dio la luz y las lámparas de gas iluminaron el lugar. Fueron hasta el salón y una vez allí, Amos prácticamente arrojó a Germaine sobre uno de los mullidos sillones que se encontraban en la sala.

—Empieza a contarme todo lo que sepas —dijo Amos con un tono de voz gélido.

Sus palabras iban dirigidas al involuntario invitado. Germaine parecía ausente, era difícil asimilar lo que acababa de vivir. Su mente se negaba a digerir todo aquel horror.

Amos lo abofeteó con fuerza, usando el dorso de su mano izquierda. En la otra mano seguía su escopeta Winchester, de la que no se había separado desde los sucesos de Villa Carnicero. Germaine volvió a la realidad con el golpe, con una nueva emoción reflejada en su rostro.

— ¿Por qué debería contarte nada cuando te has vendido a los blancos? —casi escupió con desprecio las palabras de su boca.

Un culatazo de escopeta hizo girar violentamente hacia su derecha la cabeza de Germaine. Comenzó a salir sangre de su boca y al escupir echó dos dientes.

—Por tu culpa ha muerto Marguerite y has dejado que conviertan a Rosalie en un maldito monstruo. Te advierto que no estoy de humor para que me provoques —le gritó Amos.

— ¡Que te jodan, traidor! Ha llegado la hora de que nuestros enemigos paguen por sus crímenes, y ni tú ni nadie podrá impedirlo.

Los ojos de Germaine destilaban fanatismo, y lo que decía era pura bilis.

Amos apoyó el cañón de su escopeta en la rodilla del muchacho.

—La vida de un negro es muy jodida Imagínate como puede ser la vida de un negro impedido de una pierna —amenazó.

Un poco más alejada de la escena, Shi Kwei intentó dar un paso adelante. No pensaba permitir la tortura bajo ningún concepto, pero Jonathan puso su mano sobre el hombro de la china.

—Déjale, hay que darle un voto de confianza —dijo McIntire en voz muy baja.

Shi no estaba muy convencida de que aquella fuera una buena idea, pero esperó.

Germaine continuaba negándose a hablar, aunque su determinación empezaba a desfallecer.

—Si sigues vivo es porque quiero que cada día de tu pobre y miserable vida recuerdes que fue por tu culpa que tu hermana y tu prima han muerto. Que fuiste tú quién voluntariamente entregó a su propia hermana en manos de su verdugo. Va a ser muy duro vivir con eso —le recordó Amos.

Finalmente, Germaine se rompió. Las duras afirmaciones y el recuerdo de sus familiares muertos mellaron su coraza de odio. Como un niño pequeño comenzó a llorar desconsolado.

—Yo… yo... yo solo quería lo mejor para ella. Me dijeron que él podía curarla —intentó excusarse.

— ¡¿Quién es él?! —gritó Amos con poca paciencia.

Todavía intentó evitar la respuesta una última vez. Las miradas inquisitivas de Amos, Jonathan y Shi fueron suficientes para hacer que se rindiera de manera definitiva.

—El Barón Samedí —dijo hundiendo la cabeza entre sus hombros.

Los ojos de Amos se abrieron como platos. La sorpresa dejaba entrever que conocía aquel nombre, por eso McIntire le preguntó al respecto.

— ¿Le conoces?

—Sí, de las historias que mi abuela me contaba cuando era un niño. Es uno de los Loas, poderosos espíritus a los que adoran los seguidores del vudú —explicó.

— ¿Vudú? —preguntó McIntire reconociendo su ignorancia al respecto.

La pregunta quedó sin respuesta por el momento. Unos fuertes golpes aporrearon la puerta de la casa y llamaban a voces desde fuera.

— ¡Abran en nombre de la ley!

Jonathan se fue de inmediato a una de las amplias ventanas y descorrió la cortina. Desde su posición pudo ver a un grupo de seis agentes de la oficina del sheriff. Mirando a Shi Kwei le advirtió:

—Deberías marcharte discretamente. Voy a abrir la puerta o acabarán derribándola.

La muchacha hizo caso a la recomendación de su compañero y subió a la segunda planta de la casa para intentar escapar por el tejado, cubriéndose con las sombras de la noche. Dejando un tiempo prudencial para Shi, Jonathan McIntire abrió la puerta principal.

Allí se encontró a Butch O´Brian, mano derecha del sheriff de la ciudad, y a cinco de sus hombres. Butch era el jefe de los alguaciles de la ciudad y todos le llamaban jefe O´Brian. Era de origen irlandés, como delataban su ensortijado pelo rojo y las facciones de su cara. Jonathan le conocía de cuando trabajaba para el banco. Sabía que por lo general O´Brian estaba más preocupado de cobrar los sobornos de las bandas irlandesas de la ciudad que de hacer cumplir la ley.

— ¿En qué puedo ayudarles? —preguntó Jonathan con cara de pocos amigos.

—Tiene usted que acompañarnos a la oficina del sheriff. Y sus amigos también —respondió chulesco Butch O´Brian.

McIntire miró a los agentes, como evaluando la situación.

— ¿A cuento de qué?

Los alguaciles dieron un paso atrás, casi de manera inconsciente. Comenzaban a darse cuenta de que no era un desgraciado como los que estaban habituados a enfrentarse. Butch no se amilanó, tenía que dar ejemplo a sus hombres.

—Se le informará debidamente una vez que lleguemos allí —fue la pobre explicación que dio.

— ¿Y si no quiero ir?

El tono de reto en su pregunta era más que evidente.

—Entonces tendré que llevarles a la fuerza —dijo sin quitar ojo de encima a Jonathan.

— ¿Estás deteniéndome? —preguntó Jonathan incrédulo.

—Sí, tú y tus amigos multirraciales sois sospechosos de iniciar los disturbios de Villa Carnicero.

McIntire bufó, como hacía siempre que empezaba a perder la paciencia y las buenas formas.

—Tienes muy poca vergüenza, sobre todo después de que no apareciera ningún policía en el tiroteo. Pero claro, me imagino que no querías verte obligado a tener que detener a tus amigos de la Suprema Orden Caucásica.

—No hagas esto más difícil. Acompañadnos y ya podrás hablar con el sheriff todo lo que se te apetezca.

Jonathan seguía dudando del curso de acción que debía tomar. No podía liarse a tiros en medio de la calle contra los alguaciles. Eso les condenaría a una vida como forajidos. A él le importaba un bledo, pero no podía tomar la decisión por Amos y por Shi. Así que optó por la única opción lógica que tenía.

—Está bien, dame tiempo a que se lo explique a Amos. No será fácil convencerlo después de lo que ha pasado esta noche. No opondremos resistencia...

Aproximadamente unos diez minutos más tarde, Shi Kwei veía desde un tejado vecino como los policías se llevaban escoltados a Jonathan y Amos. De repente se sintió muy sola, tan sola como no se sentía desde la muerte de sus hermanos en Hong Kong, antes de iniciar el viaje que la llevaría a aquel extraño país. Si aquella vez la pena no le impidió continuar con su sagrada misión, esta vez tampoco lo haría.

Debía encontrar la manera de ayudar a sus amigos, una tarea nada sencilla. Ella era un extraña en un mundo extraño, además de ser una inmigrante ilegal en los Estados Unidos.

 
Continuará…


 

 

 

Escrito por Raúl Montesdeoca 

 

 

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